La vida de Disraeli es una perenne lección de fe, de trabajo y de voluntad. Ni el menosprecio de los hombres consagrados, ni la envidia corrosiva de los insignificantes, lograron anular el impulso hercúleo de quien, nacido para la acción, encontraba miel en las ásperas vicisitudes de la lucha. Nada fue capaz de mutilar las alas a su esfuerzo ascensional y magnífico.
Pocos se han visto así de combatidos; y muy pocos como él han sabido triunfar tan íntegro de adversidades, prejuicios, ingratitudes y negaciones. Después de cuatro fracasos, consigue ir al parlamento inglés. Su voluntad, en perpetua tensión, ha sido forjada a golpes de cincel. Sus rivales aplauden y reconocen al tribuno, al líder, ahogando sus mezquindades.
Pese a sus méritos y servicios, no fue llamado a desempeñar cartera alguna en el cambio de Gabinete. Esperó largos y penosos años. La escritura, los viajes y el cariño de su esposa atemperaban las ansiedades. En la vejez fue llamado por la reina Victoria y nombrado Primer Ministro. Sus irreconciliables dijeron: “Es el triunfo de su trabajo, valor y paciencia”.