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Columnistas Invitados

Por Autores varios

Comanche

agosto 24, 2022

Palabras Peligrosas

Este cuento titulado Comanche forma parte de 14 historias publicadas en el libro Aquellos: Narcocuentos mexicanos, disponible en Amazon.

En la entrega anterior, Fito y compañía fueron recibidos a punta fuego en el Rancho San José, no tuvieron de otra y le entraron al tiroteo.

Comanche

Cuarta y última parte

…Después me llevé el susto de mi vida cuando la Chachalaca me cayó encima, con la cara reventada y la dentadura colgando. Chingas a tu madre, voy a necesitar una curada de espanto, dije. El Rancho San José metido en balas y yo ensartado en mis culencias. ¿Quién putas me trae en esto?, pensé. Seguí disparando hasta que mi erre dejó de tronar, entonces me fui sobres a quitarle el cuerno ensangrentado a la Chachalaca, que todavía lo traía bien agarrado, pero apretado con huevos, tieso y a dos manos. Me vi discutiendo con él, como si el ingrato, ya muerto, se negara a hacerme el paro. Dámelo, cabrón, ándale, pinche Chachalaca. Por fin se lo arrebaté. Sin saber cómo usarlo me levanté por encima del cofre y chorreé las balas a lo pendejo; un tiro vino a darme en el hombro, creo que me desmayé, pos recuerdo a la Bisagra montado arriba de mí, dándome de cachetadas y de escupitajos en la cara y diciéndome de babosadas. Me levanté en medio de tanto estruendo, hasta se me olvidaron aquellas ganas de orinar con las que había llegado.

Estábamos en terreno ajeno, entrampados hasta el tronco y sufriendo la gota gorda. El sol encimita del llano nos dejaba a merced de las armas enemigas.

Una bala despedazó el retrovisor, muy cerca de mí, un cacho de espejo se me ensartó en la nuca, lo arranqué, la escurridera de sangre en mi pescuezo. Me tiré al piso, según yo para disparar, pero ya no traía tiros. Un chavillo me aventó varios cargadores, me hice bolas forcejeando con el arma. No vales chorizo, Fito, te apuesto a que ni sabes recargar, se acercó para echarme la mano. Otra vez volví a chorrear las balas a lo pendejo, se me hace que ni le di a la casa, era un fierro muy pesado y el dolor de mi hombro no ayudaba.

¡Chingaron al Zorro, chingaron al zorrito!, alguien de los nuestros gritó desesperado. Me puse muy nervioso al verlo tirado boca arriba, estremeciéndose junto al huizache. A gatas me le arrimé para ayudarlo. Y es que éramos bien camotones, seguido nos íbamos a los congales, ni modo de abandonarlo a su suerte. Intenté levantarlo y no pude, me tronó el hombro que traía herido. El Zorro escupiendo y escupiendo sangre.

¡Tumbaron al Venado, tumbaron al venadito!, berridos de angustia detrás de mí. Ya no quise voltear a ver la masacre. Chupaba los dientes y maldecía todo. En eso recibí un balazo en la cadera y otro en la nalga. Me oriné y me cagué. Poco a poco dejé de escuchar. Los vahídos moviéndome la cara llorosa del Zorro, cada vez más desfigurada, el pobrecito no dejaba de jalarme la chamarra, abría la boca como queriéndome decir algo que ya no pudo decirme. Y eso es todo lo que recuerdo.

Desperté como al mes en la casa de mamá. Mi mujer se había ido con otro Comanche, dejándome al Kevin y al Brayan, los gemelitos de un año.

Lo demás me lo contó la Bisagra un día que vino a visitarme. Dijo que después de mi último desmayo las cosas se pusieron peor. El Jabalí daba y daba de instrucciones a lo tonto, los poquitos compas que quedaban en combate se movían a como Dios les daba a entender. La Bisagra intentó llamar a los refuerzos, pero en esa pinche zona ni señal había.

El Jabalí se trepó a la camioneta, arrancó a lo bruto, todavía con una pata de fuera; tumbó la puerta de madera en medio de los balazos, llevándose con la defensa la alambrada y posterío. Se metió bien adentro, y es que a ese güey la rabia lo ponía bien orate; era un cabrón de impulsos, muchas veces a lo pendejo. Ya nomás echábamos chingadazos por orgullo, le tirábamos a una casa que parecía tener a un ejército en su defensa, diría la Bisagra. Y en eso estaban cuando se abrió una persiana y se escuchó toda una descarga como de .45, ronca hasta la madre; después otra igual, desde el filo de la puerta; luego una más, desde la ventana del fondo.

La Bisagra recibió dos balazos, uno le voló la oreja, otro un dedo. El Pazguato se desplomó en aquel terregal amarillento con un tiro en la mejilla y dos en la panza que casi lo matan. No quedaba nadie limpio de nuestro lado, todos teníamos las huellas de la batalla. El Jabalí bajó de la camioneta, atarantado, con un lanzagranadas chingonote, apuntando a la vivienda. Parecía un muerto viviente, caminaba arrastrando las botas, muy a huevo, sangraba del cuello y se lo apretaba para no desangrarse cuando gritaba: ¡ríndanse, pinche viejo! ¡Ríndanse, o les irá peor! Todavía retaba el baboso como si la suerte hubiera estado de nuestro lado. ¿Qué no vería el tiradero de muertos? Y él no cantaba mal las rancheras. ¡Están viendo la tempestad y no se hincan! ¡Lárguense, están a tiempo de librarla!, respondió la misma voz encabronada que salía de la vivienda agujereada. El Jabalí soltó tres tiros: uno estalló en el muro; otro despedazó la puerta; y uno más atravesó por el hueco de la ventana, tronó seco en el interior. Todo quedó en silencio por un rato, humo en la casa. Siguió avanzando con la velocidad de la tortuga, apuntando al hueco donde estuvo la puerta; pero un rifle se asomó por entre la persiana maltrecha y le madrugó pegándole un balazo en la frente. Ya no se levantó. La Bisagra sacó dos granadas, las arrojó al interior, tras los estallidos ingresó con su pistola y se quedó mudo al verlo todo. Adentro estaba un hombre, ¡no mamen!, solamente un hombre y de edad avanzada, muerto, hecho bola en el baño. Casquillos y cartuchos regados, armas por doquier.

Por las noticias vine a saber que se llamaba Alejo Garza, le decían don Alejo al bato, un tipo entrón que nació en Allende Nuevo León y que veinte años atrás había venido a Tamaulipas a invertir en tierras. Alguien le ofreció en remate aquellas hectáreas enmontadas de Padilla. Aprovechó la oportunidad y compró, quesque fiado. En diez años levantó el terreno hasta volverlo el rancho más próspero de la región. Nada le fue dado, todo lo hizo con esfuerzo, por eso no estaba dispuesto a entregárselo a cualquier pendejo que se lo pidiera. Y lo más cabrón de todo fue que ninguno de los ojetes con los que fui de caliente sabían que era un cazador, pero no cualquier cazador puñetero, sino de los vergas. Y el puto del Jabalí que hasta me juraba que aquel hombre le había dicho un día antes que firmaría todo lo que le llevara el notario, pero que por favor lo dejara dormir una noche más en el San José, que porque era su último deseo. Yo creo que no se imaginó que el viejo utilizaría las horas para juntar un chingo de parque para sus tres rifles, dos pistolas y una escopeta de doble cañón. A un cabrón así no se le puede dar margen de maniobra.

El Zorro y el Venado murieron camino a la clínica de un doctor de los nuestros. Al notario lo encontraron varios días después en medio de un maizal, como a dos kilómetros del enfrentamiento; de no haber sido por los zopilotes que se lo estaban comiendo, nadie habría dado con él; pero de ese güey ya no dijo nada la prensa, resultó ser compadre del gobernador.

Del Rancho San José no quiero volver a saber nada en lo que me quede de vida, hoy será la última vez que lo menciono, ese también valió madre como todos los que fuimos aquel domingo. Apenas salimos huyendo y cayó la marina con helicópteros y toda la cosa, si nos hubieran agarrado adentro, allí mismo nos habrían rematado, esos canijos no se andaban por las ramas. Instalaron un campamento y un retén impresionante que duró dos años, ni modo de irlos a correr. Para cuando se fueron ya se había muerto el mero jefazo de una rara enfermedad que lo mantuvo en cama pocos meses. Chupó faros bien pronto.

Y yo ya me retiré de esos jales. Desde entonces no volví a caminar ni a mover un brazo, dependo de una silla de ruedas. Nomás es que comiencen los rechingados fríos de noviembre y me vienen los dolores en el hombro y en la rabadilla, que hasta me arrepiento de haber nacido. Pero lo más gacho de todo es que no hay semana en que no reviva la pelotera en mis pesadillas: siempre me quedo sin balas, escondido detrás de un huizache, sentado, cagado de miedo, abrazado a mis rodillas; luego me sale un viejito de pelo blanco, me apunta y dispara un chingo de veces con su rifle mientras se carcajea. Despierto asustado y no quiero volver a dormir.