Abrazar la noche requiere tiempo, lo mismo que despertar. Una caída a la oscuridad y volver del sueño precisan ser apacibles. Ambas transiciones deben ser apreciadas, milagroso ritual que nos lleva a dormir y despertar, especialmente cuando es amable, suave, sin tropiezos, sin prisas como adolescente perseguido o prófugo de sí mismo, impaciente, nervioso.
La quietud profunda al dormir y despertar con suave música, aún permaneciendo en la cama por varios minutos, alivia el espíritu. Brincar de la cama con urgencia, furor, acucia o apremio conlleva actos mañaneros fallidos, un despertar invadido de mal humor al salir corriendo, una sonrisa que se convierte en ladrido; un abrir los ojos irreflexivo, autómata, zombi.
Qué delicia es despertar con una caricia, con matutinos besos, un “sentir de pronto amanecer, con una inmensa claridad, dejar atrás lo que era gris… abrir los ojos y soñar, que tienes todo para amar, sentir que te habla el corazón y que puedes dar felicidad, mirar al mundo con bondad… querer bailar, querer cantar, querer la vida y sonreír”, dice Fuentes y canta Muñiz.