El ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección; un punto, un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el tiempo. Los ideales, por ser visiones anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el instrumento natural de todo progreso humano, ajenos a credo alguno. El agua de esa fuente no puede contenerse en ningún vaso.
Desiguales son dogmáticos e idealistas. Siempre habrá evidente contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el ingenio, la hipocresía y la virtud; utilitarios contra soñadores; apáticos contra entusiastas; calculistas contra generosos; supersticiosos contra indisciplinados; mediocridad contra hidalguía; los que viven de los demás contra los que viven para los demás.
Idealistas románticos son sensibles, fáciles de conmoverse, accesibles al entusiasmo y a la ternura, incubados en el ensueño y la pasión; otros son acomodaticios e interesados, que viven y mueren sin haber amado. Los idealistas estoicos salvan las acechanzas de los mediocres; no se abajan ni se contaminan; son inmarcesibles, de egregio pensamiento y obra perenne.