“El que come y canta, loco se levanta”, frase que ha perseguido durante décadas a las familias mexicanas ante el temor de ver unos cubiertos en la mesa y entonar con delirante énfasis, sintiéndose en Bellas Artes o Teatro Degollado: “Voz de la guitarra mía…”. Sin embargo, las comidas son toda una experiencia musical, nada calladas: órgano melódico, mariachi, tríos…
Desayunamos en una cafetería, mientras la métrica de Roberto Carlos nos hace pensar en el gato que se fue al cielo y sólo volverá cuando ella regrese, “en mi alma una lágrima hay…”. Al mediodía, antes de morder un rico totopo con guacamole, el mariachi de corbatín tricolor llega, entonando fuerte el son de la negra, “con su rebozo de seda que le traje de Tepic…”
Por la noche, en cantinas y restoranes de prosapia, aparecen tríos que ofrecen “una canción para la dama”, setentones de bigotes delgadísimos, custodios del bolero: bésame mucho, sabor a mí, contigo aprendí. En otros lugares, televisiones en distintos canales, mientras José José lamenta ser un volcán apagado y otros mastican papas fritas, cantando las de “Chente”.