En la búsqueda de contar con reglas e instituciones, que nos permitieran una mejor convivencia como sociedad y una mejor relación de la sociedad con las estructuras de poder institucional, llegamos a la situación de la que queríamos separarnos, y vimos, con impotencia en algunos casos, cómo se reafirmó el patrimonialismo sobre el espacio institucional y público y cómo, sociedad y gobierno, se asumen aislados; estado anímico que favorece a quienes detentan un cargo de gobierno o representación. Así, vemos discusiones de asuntos públicos desde la perspectiva de grupos de poder, de fracciones legislativas o individual; sin preocuparse por quienes observan y sin rendir cuentas. Y la sociedad es testigo enmudecido de esa lucha por imponer el criterio propio.
Legislar o administrar para el bien común, armonizando intereses, esta, en algunas ocasiones, en el discurso, pero ausente en los hechos y en los actos de quien ha recibido la responsabilidad de hacer todo para el bien de la sociedad. Esto no es novedoso, tan no lo es que hay insensibilidad de la relación y el papel de la sociedad y la representación política.
Olvidamos o no queremos recordar la ecuación simple, “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste.” “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior” “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, …, y por los de los Estados …, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de cada Estado …, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal.”
Y no se quiere recordar que gobernantes y representantes no son dueños, sino que reciben un encargo en el que reciben recursos financieros, aportados por toda la sociedad para que los administren y que cada bien material y cada recurso humano deben ser los necesarios para cumplir con los fines y objetivos que les corresponden.
Y la sociedad es espectadora, al término de cada periodo administrativo, en los tres órdenes de gobierno, de un “ritual” de señalamientos, de desviaciones y enriquecimientos ilícitos; entregas de cargos y puestos escatimando disposición e información; y asunción de cargos y puestos asumiendo que hay que hacer todo nuevo y ocupando los espacios que ahora le “pertenecen” al nuevo grupo. No se escucha, ni en el discurso, que se valorarán desempeños, capacidades y talentos de quienes ocupan los cargos, ni de que se escogerán a los mejores perfiles, sin considerar como indispensable la pertenencia al mismo grupo político.
Y así, igual que cuando se discuten leyes, cuando se designan funcionarios se hace sin considerar la opinión de la sociedad que confirió el mandato. El mandante ya no puede opinar y si lo hace no es escuchado.
Se hace necesario, como sociedad, voltear a los básico, recuperar los básico: Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste; tomar conciencia de esto y recuperarlo.
Así, políticos y servidores públicos que no levanten la vista de sus intereses personales y de grupo, para fijarlo en el interés común, no tendrían ni merecerían la confianza de la sociedad.
Lo básico y fundamental: La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo.